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Columnistas

Todo es artesanal hasta que se demuestre lo contrario

Por Patricio Barton

Cada vez hay más productos artesanales: chocolates, helados, cervezas, mermeladas y hasta fiambres se ofrecen en el mercado con garantía de ser una manufactura doméstica. Son tantos que cabe la sospecha de que estén producidos en serie por una poderosa industria que simula el trabajo de una mano allí donde hubo una máquina.

Es que la sociedad tiene una alta valoración de lo artesanal. Por noble, por genuino, por afectivo; todos lo prefieren. Sin embargo, esta inclinación por los productos envueltos en papel madera no pasa así nomás todas las pruebas de lealtad de los consumidores. Apenas el artesanado sugiere alguna propuesta más sofisticada, surge un rechazo unánime y el clamor urgente para que la industria de alta tecnología se haga presente.

¿Acaso alguien se subiría a un avión artesanal? Así de rápido se disipa la confianza en el artesano. La aeronáutica no se lleva bien con lo “fatto in casa”, pese a la apariencia recauchatada de algunas aeronaves de líneas low cost.

Son tantos los productos artesanales que cabe la sospecha de que estén producidos en serie por una poderosa industria que simula el trabajo de una mano allí donde hubo una máquina.

Por eso tampoco hay autos artesanales, aunque algunos modelos base parecen haberlo intentado. Ni nadie aceptaría ser operado en un quirófano artesanal, ni entregar el diagnóstico de su salud a un ecógrafo intuitivo. Sin embargo, el mismo paciente no duda en aceptar las bondades de un fiambre artesanal y orgánico (¿hay algo más inorgánico que un fiambre?).

El fiambre saludable es quizás la máxima conquista del marketing de la corporación de artesanos. Ha logrado que el mortal que asume la responsabilidad de clavarse un embutido lo haga con una motivación de salud. Se acerca a la fiambrería como si fuera a una farmacia: el jamón natural hace bien.

Con la cerveza sucede algo parecido: la fermentación del lúpulo es ofrecida como si se tratara de un agua mineral. Cientos de cervezas artesanales surgieron de algún manantial oculto y son embotelladas en distintos rincones del país por los mismos artesanos que las venden. En las casas matrices de Alemania y de Holanda las grandes marcas cerveceras toman nota del fenómeno y modifican sus etiquetas con motivos más rústicos y naturales. Si la tendencia persiste, no debería sorprender que en el futuro las empresas petroleras imiten el ejemplo y empiecen a ofrecer naftas artesanales.

Si la tendencia persiste, no debería sorprender que en el futuro las empresas petroleras imiten el ejemplo y empiecen a ofrecer naftas artesanales.

Hay algo de mal terminado en lo artesanal. La huella que el artesano deja en su manufactura muestra su rasgo humano, pero también delata su vulnerabilidad.

A la industria no le pasa eso. Al producir en serie, se homologa y se hace anónima. Le cuesta decir “soy noble y genuina”, sobre todo porque no lo es. Necesita del marketing para eso.

La industria tendría que saber que sus principales aliados son los niños. Nadie desprecia lo artesanal como ellos. Prefieren los saborizantes a los sabores, el plástico a la madera y lo eléctrico al pedal. Y cuando van con la escuela de excursión a una granja, vuelven espantados y confundidos porque dicen que vieron “pollos crudos caminando”. Eso pasa porque en la ciudad, que tanto valora a los productos artesanales, vieron pizarras que ofrecen “Pollo de Campo”, como si hubiera otros pollos con domicilio en Caballito o en Villa Crespo.

El niño entiende que todo lo que el ser humano hace con sus manos, la industria puede mejorarlo.

El niño entiende que todo lo que el ser humano hace con sus manos, la industria puede mejorarlo. Quizás desconozca que los productos industriales, por más sofisticados que sean, encarnan una idea humana.

Desde un tenedor hasta una nave espacial, antes de ser algo fueron una idea de personas que también fueron niños una vez. Vivimos entre ideas. Y si se pudiera rasgar las capas de pintura de cualquier producto industrial, aparecería su pasado artesanal.

Pero es triste si la sospecha es inversa: cuando se sale la pintura del objeto artesanal y se descubre que también es un producto de la industria. Quizás el artesano haya dejado su huella en la parte de atrás de todas las vasijas: un código de barras hecho por sus propias manos.

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