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Columnistas

El golpe de estado en Guinea, más allá del aumento del precio del aluminio

Por Sergio Galiana

El 5 de septiembre pasado los medios dieron cuenta del un golpe de estado en Guinea, con más preocupaciones por su impacto en el precio mundial del aluminio que por el futuro de las democracias en la región.

La República de Guinea es un país ubicado en África occidental de 250.000 kilómetros cuadrados (equivalente a la provincia de Santa Cruz), con más de 11 millones de habitantes y que se independizó de Francia el 2 de octubre de 1958.

Con un PBI per cápita cercano a los 2.500 dólares (cerca del 10% de nuestro país), se encuentra entre los últimos 15 países del mundo según su Índice de Desarrollo Humano pese a su gran potencial en materia de producción agrícola y minera.

De hecho, Guinea cuenta con un cuarto de las reservas mundiales de bauxita y es el 3° productor mundial de este mineral empleado en la fabricación de aluminio. Es por esto que, tras el golpe de estado y ante una eventual interrupción de las exportaciones, el precio del aluminio pasó de U$S/tn. 2.700 a 2950 en una semana a pesar de que el nuevo gobierno ordenó expresamente la normalización de la actividad minera.

Pero más allá de los comportamientos especulativos en los mercados de Londres o Beijing, creemos que es importante analizar el golpe de estado desde otra perspectiva: ¿cuáles fueron los motivos que llevaron a la ruptura del orden institucional en este país? ¿Cuál fue la reacción de los países de la región? ¿Se trata de un caso aislado o es la expresión de la debilidad de las democracias en el África occidental?

Comencemos con una breve referencia a la historia reciente del país: Guinea fue una colonia francesa hasta 1958, año en que se convirtió en el primer territorio africano en romper los vínculos con París de la mano de Ahmed Sekou Touré, un joven dirigente sindical que estableció un régimen de partido único hasta su muerte en marzo de 1984. A los pocos días un golpe de estado colocó al general Lansana Conté como nuevo presidente, quien gobernó el país -primero al frente de una junta militar y a partir de 1993 como jefe de estado de una república multipartiaria- hasta su muerte en 2008. Nuevamente, ante el fallecimiento del presidente un golpe de estado marcó la sucesión presidencial, esta vez a cargo del capitán Moussa Dadis Camara quien estuvo al frente del ejecutivo hasta diciembre de 2010.

Guinea fue una colonia francesa hasta 1958, año en que se convirtió en el primer territorio africano en romper los vínculos con París.

A lo largo de la década de 1990 se había conformado un importante movimiento en favor de las libertades civiles y la plena vigencia de los derechos humanos liderado por el abogado Alpha Condé, quien a causa de las persecuciones se exilió brevemente en París a comienzos de los 2000.

Las protestas sociales aumentaron al calor del deterioro de una ya precaria situación económica -que afecta especialmente a los jóvenes- por lo que Camara se vio obligado a convocar a las primeras elecciones competitivas en la historia del país, que dieron el triunfo a Condé en octubre de 2010.

El nuevo presidente asumió con una agenda de lucha contra la corrupción y el desarrollo de obras de infraestructura para un país en el que la mayoría de la población -incluyendo a la que vive en la capital Conakry- carece de acceso regular a agua potable o a servicios de electricidad.

Su principal apuesta estuvo vinculada a la explotación de los recursos mineros -en el año 2013 modificó la legislación reduciendo la carga impositiva en el sector- pero el estallido de un brote del virus de Ébola en 2014-2015 puso un freno al desarrollo de numerosos proyectos de inversión.

Durante el segundo mandato de Condé (2015-2020) las exportaciones de bauxita, oro y diamantes alentaron un crecimiento del PBI de más del 6% anual, pero esto no se vio reflejado en una mejora en la calidad de vida de la población. El desgaste de la figura presidencial se acentuó con la proliferación de denuncias en el país y el exterior de manejos fraudulentos vinculados al otorgamiento de concesiones mineras, en las cuales se encontraban comprometidos funcionarios muy cercanos al presidente.

El desgaste de la figura presidencial se acentuó con la proliferación de denuncias en el país y el exterior de manejos fraudulentos vinculados al otorgamiento de concesiones mineras.

Si bien la constitución nacional establecía el límite de una sola reelección, Condé anunció en octubre de 2019 una reforma en la carta magna que lo habilite a buscar un tercer mandato. Pese a la oleada de protestas -que dejaron un saldo de un centenar de muertos- el presidente se presentó nuevamente en las elecciones presidenciales de 2020 y logró su re-reelección en un contexto marcado por la crisis económica que acompañó a la pandemia de covid-19.

Septiembre 2021: Alpha Condé detenido por los militares

Resulta paradójico que el presidente, que había construido su reputación como referente en la lucha por los derechos humanos y la plena vigencia de la constitución, desandara ese camino y se convirtiera en una figura muy cercana a los dictadores a quienes había combatido.

El gobierno de Condé terminó abruptamente a comienzos de septiembre de este año, tras el golpe de estado dirigido por el coronel Mamady Doumbouya, un ex miembro de la Legión Extranjera francesa a cargo de las Fuerzas Especiales de Guinea, quien fue vitoreado como un héroe por multitudes de jóvenes en las calles de Conakry.

Si bien el nuevo gobierno cosechó repudios casi unánimes de la comunidad internacional -desde la Unión Africana a la Unión Europea, pasando por EE.UU. y China- su estrategia se basa en mostrarse como un gobierno con apoyo popular, sin ánimos revanchistas y, sobre todo, con la intención de garantizar el funcionamiento de las actividades vinculadas a la economía de exportación.

La experiencia del régimen militar imperante en el vecino Malí desde agosto del 2020 -luego de que un presidente impopular que había hecho fraude en las elecciones parlamentarias fuera derrocado por las fuerzas armadas - parece confirmar que existe la posibilidad de cierta normalización de las relaciones internacionales pese a la violación de la Carta Democrática firmada por todos los estados africanos en el año 2000.

¿Existen, entonces, golpes de estado ‘buenos’? ¿Cuándo -y cómo- debería actuar la comunidad internacional para garantizar la plena vigencia del estado de derecho? El vaciamiento de las instituciones democráticas y su divorcio respecto de los reclamos de las mayorías sólo añade dificultades a la hora de responder a estas preguntas.