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Columnistas

Para un argentino no hay nada mejor que otro uruguayo

Por Patricio Barton

Todo es mejor allá. También los sánguches.

Hace unos días el chivito uruguayo le ganó al clásico choripán argento en un ranking del portal internacional de morfi geolocalizado Tasteatlas.

La ocasión sirvió, una vez más, para agitar las aguas de un estuario que de un lado llaman río y del otro mar. Pero el hecho más relevante de la disputa entre el chivito que no tiene nada de cabra, y el chori que nadie sabe qué tiene adentro, fue otra vez tierra fértil para el despliegue de una corriente porteña que asigna a todo lo uruguayo un canon de superioridad que ni el más celeste de los charrúas se atrevería a admitir.

El uruguayismo es un fenómeno argentino. Una mirada amorosa que no exige correspondencia. Y que no la tiene.

A todos nos gusta ir al Uruguay. Pero al argentino uruguayista le gusta más volver. Porque es al regreso cuando encuentra la chance de quejarse del estrépito de Buenos Aires. “Allá se vive más tranquilo, no vas a comparar”, dirá antes de desplegar su lista de comparaciones: la yerba sin palo Canarias no da acidez, el postre Massini le pasa el trapo al flan, el trago Medio y Medio tomado de un saque en el Mercado del Puerto de Montevideo deja en ridículo al Fernet, los políticos allá son honestos, la gente es simple y amable.

Será que la Tierra Prometida siempre está en el oriente. Acá nomás, pero no tan cerca como para habitarla todos los días.

Quizás así lo hayan pensado los 600 mil uruguayos que emigraron a otras latitudes (los más díscolos hacia el cercano occidente: ¡la Argentina!) dejando en su Edén una población estable que hace 30 años clavó la aguja en algo más de 3 millones de habitantes y que no encuentra motivos para crecer. “Allá se nace y se muere parejo, no vas a comparar”.

Pero el uruguayismo porteño no está en su mejor momento.

Una nueva camada de argentos uruguayistas ve en el oriente la posibilidad concreta de cumplir el sueño de su vida: evadir impuestos sin que nadie moleste.

Lo que hasta hace algunos años admitía una mirada de Frepaso tardío, ahora no tiene su espejo cómplice. El uruguayista no encuentra a su Pepe, y el dulce de leche Conaprole ya no viene como antes. Para colmo, los deseos han invertido su polaridad: una nueva camada de argentos uruguayistas ve en el oriente la posibilidad concreta de cumplir el sueño de su vida: evadir impuestos sin que nadie moleste. Ya no miran hacia occidente, porque tras la cordillera, en Chile (el contramodelo que el uruguayista nativo aborrece con una convicción dormida) corre un aire “mapuche friendly” que espanta a las inversiones.

¿Qué será del uruguayismo original si ya en el viaje de ida, el free shop del Buquebús anticipa un tipo de cambio que muestra al peso argentino más a la intemperie que la calle Durazno de Jaime Roos? “¡Vamo, arriba! Que no decaiga, que nos queda el fóbal. Y el verdadero clásico es el del Río de la Plata”. Pero ya no.

Aquel proyecto de ambas orillas de organizar el Mundial de Fútbol del Centenario en el año 2030 fue un sueño interruptus que terminó antes de empezar. Sólo quedó una foto de Suárez y Messi abrazados, el uruguayo con la camiseta 20 y el argentino con la 30. El mismo número que hoy luce en la casaca del PSG, y que por pura arrogancia y pereza intelectual podríamos señalar aquí como un presagio. El único que se cumplió, porque del resto, nada.

El Mercado del Puerto de Montevideo.

¿Y el Mercosur? Tampoco. Ahí está como una reliquia sin uso dando los últimos estertores. Ya no quedan muchas estampitas uruguayistas para rezarle a los santos laicos de la Banda Oriental y pedirles, aunque más no sea, algo de consuelo ante el sueño roto de ir a la farmacia a comprar porro.

Un aire de aquel uruguayismo argento reapareció en la contienda Chivito vs. Choripán de la semana pasada. Pero no es lo mismo, “no vas a comparar”. Algo se rompió. “Así roto también tiene su gracia”, dirá el uruguayista negador que añora la feria de Tristán Narvaja.

El chivito canadiense, ¿más rico que el choripán?

Es que se autopercibe como alguien que sabe hacerse cargo de las derrotas, pero todavía no está preparado para escuchar lo que un fantasma celeste le susurra al oído: “Maradona nació en Tacuarembó, se sabe”.