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Columnistas

Semmelweis, el médico que se volvió loco para imponer el lavado de manos

Por Fermín Cañete Alberdi

Hoy nadie discute que un buen lavado de manos puede prevenir una infección e incluso una muerte. Pero a Ignaz Semmelweis, tratar de convencer a la comunidad médica de la importancia de la antisepsia le costó una larga lucha, años de humillación y un trágico final.

Semmelweis fue un médico, cirujano y obstetra oriundo de Budapest (Hungría), que ingresó a trabajar al Hospital General de Viena en 1847. En esa época, la idea de que una enfermedad podía ser producida por un agente externo y no por un desequilibrio interior del cuerpo, era completamente descabellada. Aunque en las epidemias ya se utilizaba la cuarentena como medio de prevención, no se comprendía su fundamento y todavía faltaban unas décadas para que el gran Luis Pasteur llegara a demostrar que los gérmenes son responsables de las infecciones.

En 1847 la idea de que una enfermedad podía ser producida por un agente externo y no por un desequilibrio interior del cuerpo era completamente descabellada. 

El hospital de Viena era una institución distinguida en todos los aspectos, menos en uno: la tasa de mortalidad de las parturientas por fiebre puerperal, que era muy alta como en toda Europa. Contaba con dos pabellones de maternidad: el primero. atendido por estudiantes de medicina bajo la dirección del doctor Klein, y el segundo, por comadronas supervisadas por el doctor Barstch. La tasa de mortalidad en el segundo rondaba entre 2 y 3 %, mientras que en el primero era alrededor de 5 veces mayor

Ignaz, que provenía de la escuela superior de medicina, se propuso averiguar cúal era la variable que diferenciaba a una sala de la otra, procediendo de una manera que en aquel momento habría parecido detectivesca, pero hoy conocemos como método científico. Empezó por zanjar algunas diferencias que había entre la segunda y la primera sala: el grado de hacinamiento y número de pacientes, la posición en que eran colocadas las parturientas (en una de costado y en la otra de espaldas) y la forma en que se realizaba el trabajo de parto. Pero no obtuvo ningún resultado.

Ignaz se propuso averiguar cúal era la variable que diferenciaba a una sala de la otra, procediendo de una manera que en aquel momento habría parecido detectivesca pero hoy conocemos como método científico.

Intentó otras alternativas más extravagantes, como cambiar el recorrido del cura que acudía a los pabellones a dar la extremaunción. Para llegar a la segunda sala, este atravesaba la primera tocando su campanita y advirtiendo de su presencia a todas las madres, cosa que no sucedía en la otra. Semmelweis pensó que esto podría predisponer a las parturientas a la fiebre puerperal, por lo que le pidió al cura que entrase por otro lado y de manera silenciosa. Tampoco bajaron las muertes

Mientras buscaba la solución, le ocurrió algo que lo marcaría en varios sentidos. Su amigo y maestro dentro del hospital, el doctor Kolletschka, se cortó con un bisturí durante una autopsia y murió a las dos semanas. Los síntomas que tuvo fueron muy similares a los que experimentaban sus parturientas con fiebre puerperal. 

Así fue que se le ocurrió que los propios estudiantes de medicina podían ser el problema. Si luego de las autopsias que realizaban en clase de anatomía, estos se dirigían a la primera sala a atender los partos, podrían trasladar en sus manos el “material cadavérico” que generaba la fiebre puerperal. Semmelweis obligó a los estudiantes a lavarse las manos con una solución de cal clorada antes de asistir a las parturientas y la tasa de infección bajó drásticamente a un 2%. Para desafiar sus resultados, exigió a los asistentes de los dos pabellones que tomaran la misma medida y obtuvo la tasa de mortalidad más baja que había tenido el Hospital General de Viena en su historia: 0,23%.

La idea de que el médico no cura la enfermedad sino que la transmite, para ellos era ridícula.

Supongo que habrá pensado que el asunto estaba terminado, pero la realidad es que no hacía más que empezar. Cuando le pidió al doctor Klein que impusiera a sus estudiantes el lavado de manos, este se rehusó. La idea de que el médico no cura la enfermedad sino que la transmite, para ellos era ridícula. De la misma manera respondió toda la comunidad médica de Viena. Cuando el contrato de Semmelweis venció en 1850, el hospital no le dio la renovación

Despreciado en Viena, Ignaz se fue a trabajar al hospital St. Rochus de Pest. En esa época las clínicas no eran como las de hoy sino que se parecían más a un taller mecánico, pero con sangre en lugar de grasa. En este introdujo algunas reformas como el lavado de sábanas y vendas, limpieza frecuente de las salas y el alta de las madres a los 9 días, en lugar de los 40 como se acostumbraba. En los seis años que trabajó allí solo fallecieron 8 parturientas de 933 partos por fiebre puerperal (0,86%). 

En 1861, publicó su libro De la etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal, en el que exhibía los datos que había cosechado durante toda su carrera y explicaba sus conclusiones sobre esta enfermedad. De 8.537 parturientas que atendió a lo largo de 11 años, solo 184 murieron por fiebre puerperal (0,02%).  

Pero esto tampoco fue suficiente para convencer a la comunidad médica y sus trabajos fueron bastardeados otra vez. Decían que era imposible transportar en las uñas un veneno tan poderoso como para matar una persona. Semmelweis empezó a perder el equilibrio mental y se tornó violento. Escribió cartas a sus colegas, los obstetras más reconocidos, acusándolos:

¡Asesinos! Llamo así a todos los que trabajan sin tomar las medidas que propongo con el fin de combatir la fiebre puerperal. A ellos me dirijo y me declaro su enemigo, de la manera en que hay que hacerlo frente al autor de un crimen. No puedo menos que tratarlos de asesinos. Para atajar los males que deploramos en las clínicas para parturientas no hay que cerrar éstas, sino que es preciso arrojar de ellas a los tocólogos, que son los portadores de las epidemias. ¡El crimen debe cesar! ¡Estoy velando para que el crimen cese!

La desesperación y el estrés lo llevaron  a un ataque de esquizofrenia o demencia, también puede haber sido Alzheimer, ya que estas enfermedades no se conocían en aquel entonces. Su familia buscó ayuda médica y quedó prácticamente recluido en su casa. Apenas dejó su puesto en la clínica de maternidad de Pest, la tasa de mortalidad regresó inmediatamente a un 6%. 

Algunos “amigos” doctores examinaron a Ignaz y redactaron un informe que pedía que se lo internara en una clínica psiquiátrica. Tuvieron que engañarlo para que ingrese a la institución, lo que prueba que entendía perfectamente lo que estaba sucediendo. 

Existe una leyenda que cuenta que Semmelweis escapó del psiquiátrico, se dirigió a la clínica de maternidad de Budapest, se cortó un dedo con un bisturí y lo metió dentro de un cadáver. A las dos semanas murió de fiebre puerperal y demostró su hipótesis de manera póstuma. 

La verdadera historia es mucho más triste. Ignaz no llegó a escapar de la clínica. Cuando lo intentó, los guardias le dieron tal paliza que a las dos semanas -luego de torturarlo con duchas frías y purgas con aceite de ricino-  falleció por una herida gangrenada. Así le reconocieron su trabajo. 

Murió sin conocer a los diminutos enemigos que combatió durante toda su carrera y que aún hoy seguimos combatiendo. Todos los días y en todo el mundo se le rinde un pequeño homenaje cuando nos lavamos bien las manos.

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