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Columnistas

MasterChef Celebrity: dame el fuego

MasterChef

Por Daniel Rosso y Sergio Rosso

La tiranía de la deglución

En el gran set televisivo de MasterChef Celebrity, los puestos de cocina son  cadenas de montaje: allí los participantes ensamblan distintos alimentos esparcidos sobre una larga mesada que recorren a toda velocidad. El vértigo es el cronómetro interior de esos cuerpos amenazados por el tiempo.  Se mezclan el ruido mecánico de los artefactos de cocina con los gritos humanos de la automotivación. Hay llamaradas en los sartenes que escenifican los desbordes del fuego: en su fase productiva crepita en las hornallas, en su fase excesiva protagoniza la explosión estetizante del entretenimiento televisivo. Cocinar es, en buena medida, exponer los alimentos a las arbitrariedades del fuego.

Esas cadenas de montaje llegan hasta los rostros de los jurados que modulan una gestualidad sin signos. Sus mandíbulas suben y bajan en silencio mientras  hacen circular los alimentos de un lado a otro del paladar. Por supuesto: el secreto del programa consiste en hacer televisivo ese movimiento lento en los maxilares de los jurados. No habría programa sin el fuego. Pero tampoco habría programa sin esa deglución pausada, dramática y, por momentos, tiránica.

El aprendizaje como sumisión

El accionar televisado de las papilas gustativas de los jurados devela un saber definitivo: las palabras que traducen esos juicios de gusto son inapelables. En el tránsito desde una vocal a otra – de la o a la e, de la palabra sabor a la palabra saber – se produce una escolástica del juicio culinario. Para los jurados el aprendizaje es un acto de sumisión. Las cámaras se mueven en tomas veloces sobre los platos a evaluar, luego muestran cuando la comida es cortada, cuando es mordida y, finalmente, cuando es lentamente masticada. La deglución es un proceso analítico. Mientras las papilas gustativas piensan, los rostros sin signos de los jurados preparan el instante del juicio final: el que conduce a los participantes a la continuidad en el programa o a una expulsión al taxi que los llevará por una ciudad desierta. La tiranía del gusto no acepta ninguna indisciplina. Los participantes deben demostrar aptitud de aprendizaje absoluto, sin mayores diferencias ni cuestionamientos. Un modelo pedagógico de formas rígidas organiza las escenografías gestuales del programa.

Pero, el formato televisivo traiciona a los jurados. Porque los participantes pueden desarrollar dos discursos: uno, contenido y disciplinado, frente a los evaluadores; y otro, liberado y expansivo, cuando estos ya no están. En la primera escena, donde rige el saber absoluto de los grandes chefs, hay un discurso reprimido que luego reaparece en la segunda escena como comentario liberado. Por lo cual, se trata de un autoritarismo traicionado por una palabra posterior que no puede controlar. Luego de la instancia del cálculo, sobreviene el momento de la libertad: la obediencia es sólo un modo de ganar productividad en el juego. Hay, entonces, en MasterChef Celebrity, una tiranía negada.

La aristocracia culinaria versus el mestizaje televisivo

Otro instante emblemático en la actuación de los jurados es cuando, luego de probar la comida, dan un paso atrás aumentando la distancia con los participantes. Ese saber escolástico necesita separación: ese es el momento de constitución de la aristocracia del gusto. Los tres jurados miran los platos que les traen los atribulados participantes desde arriba y a distancia.

Provienen de una especie de patriciado culinario

.Damián Betular, estuvo a cargo de la pastelería del Hotel Palacio Duhau, Park Hyatt. Germán Martitegui, cocinó en Agraz, el restaurante cinco estrellas del Caesars Palace y es dueño de Tegui, donde hasta marzo del año pasado cuando cerró por la pandemia, el cubierto de ocho pasos costaba nueve mil pesos. Donato de Santis, el tanito empático, el más cercano y menos enigmático de los tres,  nació en Milán y trabajó en restaurantes de Los Angeles, Santa Mónica, Hollywood, Chicago y Miami. Fue, además, el chef exclusivo del diseñador Gianni Versase.

Martitegui es el más temido. “Los aspirantes a cocineros, tiemblan. Algunos le recriminan un rasgo de crueldad en sus comentarios” – aseguran varios analistas. Él dice: “A mí no me importa que sean muy famosos. Acá son uno más”. Y ésta es otra de las claves del programa: la aristocracia culinaria imponiéndole su poder al mestizaje televisivo. Actrices, actores, periodistas, deportistas, influencers y otros habitantes del ecosistema de medios, ingresan a un set televisivo donde pierden todo su poder originario frente a esta nobleza del gusto. Lo televisivo resulta doblegado en lo televisivo: en el momento en que los alimentos se mueven lentamente en los paladares de los jurados una fracción de clase mediática le impone su rigor a otra. Las luchas de poder se desarrollan sin demasiada conciencia también en las retóricas televisivas.

Alexander Caniggia: un “high society”.

El gran personaje emergente de esta versión de MasterChef celebrity es Alexander Caniggia. Un inventor de identidades a las que no logra definir con precisión: por eso las designa con palabras que sufren de intermitencia de sentidos. Los “barat”, “los pijas”, los “high society” son términos al borde de la disolución o del secreto. A su manera, Alex pertenece al mundo de la aristocracia: en su espectáculo por streamming les “enseña a los que compran las entradas como ser parte de la alta sociedad”. El show se llama “Escuela de pijudos” y brinda tips para “vestirse como un campeón, hablar como un gentleman y hasta da clases de alemán para manejarse en el mundo”.

Lejos del minimalismo gestual, su cuerpo repleto de tatuajes y sus metáforas de muchachismo tribal lo hacen un cultor de un lenguaje saturado. Sus frases incompletas y sus ritmos rotos lo colocan del lado de caos lingüístico. Le preguntan: “¿Qué te produce que haya en la Argentina más de un 40% de pobreza general y casi un 60% de pobreza entre los niños?” Responde: “Es feo, eso”. Le repreguntan: “¿Te golpea esa situación”. Vuelve a responder: “Y…es feo”.  Alex contesta sólo con categorías estéticas.

“¿Qué te produce que haya en la Argentina más de un 40% de pobreza general y casi un 60% de pobreza entre los niños?” Responde: “Es feo, eso”. Le repreguntan: “¿Te golpea esa situación”. Vuelve a responder: “Y…es feo”.

El hijo del pájaro, habitante de la insoportable levedad del ser, tiene fama de buen compañero y de poseer un indescriptible talento que no proviene del estudio ni del trabajo. Es un saber aristocrático: originado en el devenir diario de su muchachismo existencial. Por eso, es un personaje indisciplinado – como otra u otro de los participantes - ante la nobleza culinaria: integra el mestizaje televisivo pero viene desde afuera de la televisión. Es un protagonista de la high society. Un “self made man”, alguien que se está haciendo a sí mismo,  y para ello construye una serie de sonidos rotos que habrá que ver si se transforman en palabras nuevas. Mientras, las luchas intestinas entre la tiranía del gusto y la indisciplina contenida de los participantes, integran el nuevo inconsciente de una sociedad que necesita volver a repensarse con audacia.

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