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Columnistas

Bolsonaro contra las cuerdas

Por Manuel Alfieri

Si Jair Bolsonaro fuese un boxeador, cualquier comentarista deportivo diría que está definitivamente contra las cuerdas. Esa es la imagen que, quizás, mejor refleje la situación que atraviesa por estos días el presidente brasileño, golpeado duramente por una crisis que es política, militar y sanitaria a la vez: en la misma semana se vio obligado a realizar la reforma más amplia de gabinete desde que llegó al poder y a desplazar a la cúpula de las Fuerzas Armadas, en medio del peor colapso hospitalario en la historia del país.

Tensión política en aumento

La tensión política fue en aumento desde el lunes 29 de marzo pasado. Ese día, Bolsonaro encaró una profunda remodelación de su gobierno, que incluyó el reemplazo de los ministros de Exteriores, Defensa y Justicia, el secretario de Gobierno, el responsable de la Casa Civil (una suerte de jefe de Gabinete) y el titular de la Procuraduría de la República. A esas seis sustituciones hay que sumar la que se dio una semana antes en la cartera de Salud, desde donde fue eyectado el cuarto ministro en los poco más de dos años que Bolsonaro lleva en el Palacio de Planalto.

Quienes siguen el pulso de la política brasileña sostienen que los cambios se explican por un motivo central: la presión que ejercieron el Congreso y las elites económicas, dos patas fundamentales para la supervivencia del proyecto político neoliberal que encarna Bolsonaro. Hacía rato que el llamado “Centrão” –un grupo de partidos sin ideología en los que el mandatario se apoya para sortear cada pedido de impeachment en su contra- e importantes empresarios venían reclamando una renovación para reorientar la política del gobierno, sobre todo en lo que tiene que ver con la gestión de la pandemia y la economía.

Una cuarta parte del gabinete está en manos de uniformados y miles de militares ocupan cargos directivos en diferentes áreas gubernamentales.

Las salidas más importantes fueron, sin dudas, las de los ministros de Exteriores y de Defensa. Una de ellas, esperada: ante el desborde sanitario, la permanencia en el gobierno del canciller Ernesto Araújo pendía de un hilo. El funcionario era señalado como el principal responsable de que Brasil no pudiese adquirir las dosis necesarias para iniciar una campaña de vacunación masiva contra el Covid-19. Más que nada, por sus constantes ataques contra el multilateralismo en general y contra China en particular, lo que convirtió al gigante sudamericano en un “paria mundial”, como aseguró un grupo de legisladores opositores.

Efectivamente, durante su gestión el hombre estuvo abocado casi exclusivamente a aceitar la relación con los Estados Unidos de Donald Trump. Al punto de que, al igual que el magnate, llegó a denunciar fraude en las últimas elecciones. Ahora, con Joe Biden en la Casa Blanca, Araújo quedó definitivamente en offside. Y eso probablemente explique su reemplazo por Carlos França, un diplomático con poca experiencia, pero con un perfil más moderado.

La salida de un histórico

A diferencia de lo que sucedió con Araújo, la salida de Fernando Azevedo e Silva, ex ministro de Defensa, fue sorpresiva. El general del Ejército era funcionario desde el primer día de mandato de Bolsonaro y nada indicaba que fuese a dejar de serlo en un gobierno con fuerte impronta militar: una cuarta parte del gabinete está en manos de uniformados y miles de militares ocupan cargos directivos en diferentes áreas gubernamentales.

Azevedo enfrentaba cierta resistencia desde distintos sectores del gobierno por su negativa a involucrar a las Fuerzas Armadas en la arena política, tal como pretende el presidente. Todo empeoró cuando un miembro del Ejército comentó en una entrevista que la mejor estrategia para contener la expansión del coronavirus era implementar el distanciamiento social y el uso del tapaboca. Es decir, dos de las medidas que, junto con la cuarentena, Bolsonaro desestima desde que la famosa “gripezinha” –como la llamó en 2020- llegó a tierra brasileña.

En lugar de Azevedo asumió otro ex general, Walter Braga Netto, quien, a horas de entrar en funciones, reivindicó la dictadura militar. En pleno aniversario del golpe del 31 de marzo de 1964, el flamante ministro dijo que la fecha era motivo de “celebración” porque en aquel entonces las Fuerzas Armadas intervinieron para garantizar las “libertades democráticas”. Un discurso que, por supuesto, comparte con Bolsonaro, excapitán del Ejército.

A contramano de lo que reza la bandera verdeamarela, en este Brasil no parece haber mucho lugar para el orden y el progreso, sino más bien para el caos y la incertidumbre.

Los movimientos en el área de Defensa no se limitaron exclusivamente al plano civil, sino también al militar. Un día después del recambio ministerial, y por primera vez en la historia del país, los jefes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea presentaron su renuncia al mismo tiempo, en rechazo al desplazamiento de Azevedo y para despegarse del irresponsable manejo de la pandemia, que ya provocó más de 300 mil muertes. A las pocas horas, el gobierno se apuró a emitir un comunicado para informar que no había dimisión alguna, sino que el reemplazo de la cúpula militar se debía a una decisión propia.

Militares radicales versus moderados

La salida de los jefes de las Fuerzas Armadas refleja la existencia de ríspidas rencillas internas entre una corriente más radicalizada –que apoya a Bolsonaro y que alienta medidas al filo de la democracia- y otra más moderada que prefiere no meter los pies de lleno en el barro político. Con la decisión, el presidente envió un claro mensaje a este último sector que, dentro de los cuarteles, es reticente a alinearse con su discurso y sus iniciativas: muestra de autoridad y, al mismo tiempo, de tolerancia cero ante los cuestionamientos y las disidencias. De hecho, la prensa brasileña sostiene que el enojo con el ex jefe del Ejército, Edson Pujol, se originó porque el militar no salió a criticar -como muchos de sus colegas- la liberación de Lula da Silva.

Justamente, el expresidente y líder del PT es la figura política que más preocupa por estos días a Bolsonaro, cuyas aspiraciones electorales para 2022 están en jaque por la pandemia y sus trágicos efectos, no sólo sanitarios sino también económicos. Al igual que ocurrió con casi todos los mandatarios del mundo, su imagen sufrió un severo golpe –oscila un magro 30%- y su apoyo electoral cae con cada nuevo muerto por Covid. Por el contrario, a Lula, ya habilitado por la Justicia para competir en elecciones, las primeras encuestas le dibujan una sonrisa en la cara: en un eventual balotaje vencería al ultraderechista o a cualquier otro rival.

Sin embargo, para eso todavía falta mucho y sería apresurado hacer algún pronóstico en un escenario tan turbulento como el actual. Porque, a contramano de lo que reza la bandera verdeamarela, en este Brasil no parece haber mucho lugar para el orden y el progreso, sino más bien para el caos y la incertidumbre.

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